El orgullo por tus habilidades La doctrina de la justificación por la fe ha sido más atacada que ninguna otra enseñanza de la Biblia. Muchos otros errores fueron simplemente tretas sutiles del enemigo para minarla. Cuando Satanás no puede ocultar esta verdad, obra para estorbar su aplicación práctica. Así se puede ver a cristianos que defienden la justificación por la fe, pero su actitud y sus acciones contradicen su profesión. Igual que Abraham con Agar, intentan lograr la voluntad de Dios por medios carnales. Todos estos esfuerzos que parecen tan nobles son en realidad viles, porque surgen del orgullo.
En el fondo, el orgullo por tus propias habilidades impide que obres en favor de la justicia. Te esfuerzas por orar más, ser mejor cristiano, tener más fe... Te alientas diciendo: “¡Puedo hacerlo!”. Pero pronto encontrarás tu propia virtud insuficiente aun para la tarea más sencilla, y tu gozo se escapará por las grietas de tus deberes imperfectamente cumplidos y tus débiles virtudes.
El lenguaje del orgullo anhela el pacto de las obras, y la única salida de esta trampa es dejar que el nuevo pacto corte el cordón umbilical del pacto antiguo y reconocer que la gracia de Cristo reemplaza a las obras de la ley.
Satanás emplea dos clases de orgullo para mantener nuestra confianza en el valor de nuestra propia virtud: a una la llamo el orgullo cortés; y a la otra, el orgullo autosatisfecho.
El orgullo cortés entra de puntillas, disfrazado de humildad. Es el alma que llora y gime por su vil condición, rechazando todo consuelo. Ciertamente ninguno puede pintar su pecado lo bastante negro, ¡pero considera cómo se desacreditan la misericordia de Dios y los méritos de Cristo cuando decimos que estas cosas no bastan para comprar nuestro perdón! ¿Acaso no hay mejor manera de demostrar tu convicción de pecado que desprestigiando al Salvador? ¿No estás dispuesto a ser deudor de Cristo por tu salvación, o es que tienes demasiado orgullo para implorar que te perdone?
Es un orgullo terrible que un mendigo muera de hambre por no aceptar limosna de parte de un rico, o que un reo opte por la muerte en lugar de aceptar el perdón de mano de un rey compasivo. Pero esto es aún peor: el alma se consume y muere en el pecado rechazando la misericordia de Dios y la mano de Cristo tendida para salvarle. Dios dice que no hay alma a la que Él no pueda salvar. Si sigues por este camino considerado “humilde” le estás llamando mentiroso. Te ha engañado la idea de que tus lágrimas son más purificadoras que la sangre de Cristo.
Otra forma de orgullo espiritual que demuestra la dependencia del valor de la propia virtud es el orgullo autosatisfecho. Aquí el corazón se exalta secretamente, diciendo: “Puede que no sea perfecto, pero soy mucho mejor que la mayoría de los creyentes que conozco”. Cada mirada así del alma es adúltera; o mejor dicho, idólatra. Siempre que ofreces a tu propia justicia la adoración interior de tu confianza y certidumbre, cometes una gran iniquidad. Acudes para abrir la puerta del Cielo con una llave vieja, cuando Dios ha puesto cerraduras nuevas.
Si eres realmente creyente, debes reconocer que tu entrada inicial al estado de justificación fue por pura misericordia. Fuiste “[justificado] gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. 3:24). Y una vez reconciliado, ¿de quién eres deudor? ¿De tu propia virtud, tu obediencia, de ti mismo, o de Cristo? Si Cristo no manda en todo lo que haces, seguramente encontrarás cerrada la puerta de la gracia. “La justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (Rom. 1:17). No solo nos da Cristo la vida, sino que vivimos por Cristo: el camino al Cielo está hecho de gracia y misericordia de principio a fin.
¿Por qué insiste Dios tanto en que utilicemos su gracia en vez de nuestra virtud? Porque sabe que esta última es inadecuada para el trabajo. La verdad es que confiar en nuestra propia virtud solo trae problemas y dolor; confiar en la gracia de Dios produce paz y gozo duraderos.
En primer lugar, confiar en tu propia virtud a la larga la destruirá. La virtud inherente es débil. Si la obligas a soportar el yugo de la ley, tarde o temprano caerá en el camino, incapaz de llevar la pesada carga de tu antigua naturaleza. Te hace falta el yugo de Cristo, pero no lo puedes tomar hasta que hayas desechado el que te ata a las obras.
¿Cómo se consigue esto? Renunciando a toda expectativa en ti mismo. Si eres de los que llevan años diciendo ser cristiano, pero, ves poco fruto en tu vida, tal vez debas cavar hasta la raíz de tu profesión para ver si la semilla plantada se ha cultivado en el suelo yermo del legalismo. De ser así, arráncala de una vez y replanta tu alma en el campo fértil de la gracia de Dios. David relató cómo había llegado a prosperar mientras los ricos y famosos se marchitaban y morían de repente: “He aquí el hombre que no puso a Dios por su fortaleza, sino que confió en la multitud de sus riquezas [...]. Pero yo estoy como olivo verde en la casa de Dios; en la misericordia de Dios confío eternamente y para siempre” (Sal. 52:7,8).
No solo aplastas tu virtud obligándola a cargar con tu salvación, sino que también te privas del consuelo verdadero en Cristo. El consuelo del evangelio brota de la raíz bíblica, que es Cristo: “Nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne” (Fil. 3:3). El primer paso para recibir el consuelo del evangelio es desechar todo consuelo propio. Un médico le pide a su paciente que deje de acudir a los demás médicos que han estado jugando con su salud, y confíe en él para la cura. Como médico espiritual, el Espíritu Santo pide que tu alma deseche a todo antiguo doctor —todo deber u otro camino de obediencia— y se apoye solamente en Él.
¿Clama tu alma desde lo profundo por la paz interior? Examina el pozo del cual sacas tu consuelo. Si es la cisterna de la autosuficiencia, constituye un consuelo finito y pronto se secará. Está mezclado o diluido y, por tanto, no alimenta mucho. Sobre todo es robado, si lo reclamas como tuyo propio y no lo reconoces como un don de Dios. ¿Cuánto consuelo puedes esperar de lo robado? ¡Qué necedad hacer de ladrón cuando el Padre tiene mucho más y mejor para darte que lo que tú pudieras robar en toda una vida! Es un engaño satánico muy astuto el hacernos dispuestos a robar pero demasiado orgullosos para rogar la misericordia de Dios.
La tercera clase de orgullo es el orgullo de los privilegios. Esta es otra clase de orgullo que emplean los demonios para envanecer al creyente. Hay tres clases de privilegio particularmente útiles para sus fines: el privilegio de la eminencia; el privilegio de la persecución; y el privilegio de la bendición.
Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall