Ciertas clases de orgullo:
El orgullo de la eminencia.
Para humillar su corazón cuando el hombre está en un puesto elevado hace falta una gran medida de gracia. Cristo percibió el brote del orgullo en los setenta misioneros enviados durante su ministerio terrenal: volvieron del viaje obviamente impresionados por sus propias hazañas y ansiosos de extender la nueva de los milagros que habían hecho. Nuestro Señor les advirtió, diciendo: “No os regocijéis de que los espíritus se os sujetan; sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lc. 10:20).
En otras palabras: “No te ciegue tu propia gloria cuando florezca tu ministerio, ni pienses que el mérito de tus obras es una medida de tu propio valor. Habrá almas en el Infierno que digan: ‘Señor, Señor [...], en tu nombre echamos fuera demonios’ (Mt. 7:22). No te valores entonces por las obras que hayas hecho en mi nombre, sino por las evidencias de mi gracia redentora en tu alma”.
El orgullo de ser perseguidos.
Sufrir por la verdad divina es realmente un gran privilegio: “A vosotros os es concedido a causa de Cristo, no solo que creáis en Él, sino también que padezcáis por él” (Fil. 1:29).
La fe es un gran don; no podemos llegar al Cielo sin ella. Pero la perseverancia es mayor, porque sin ella la fe no duraría ni valdría gran cosa. Si la perseverancia en sí vale mucho, cuánto más honorable es si se aplica en el caso del sufrimiento.
A veces nos imaginamos a los mártires tan santos que se hallan fuera del alcance de Satanás. Pero mientras haya un hálito de vida en el cristiano, Satanás intentará destruir su fe. A mayor fe, mayor ira satánica. Si no puede evitar que alguien celoso sufra por Cristo, gastará sus energías en un intento de contaminar con el orgullo este acto de amor y obediencia.
Para mantenerte humilde, si Dios te concediera el privilegio de la persecución, escribe las siguientes amonestaciones en las tablas de tu corazón:
1) “Merezco sufrir”. Aunque no merezcas hacerlo a manos de otros hombres, aun así no puedes decir que no merezcas el sufrimiento. ¿Acaso no llevaron a la cruz al Salvador tus pecados como los del que más? Nadie ha sufrido sin pecado aparte de Cristo; por tanto, ninguno puede gloriarse en el sufrimiento menos Él. Todos debemos clamar con Pablo: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gá. 6:14).
John Careless, el mártir inglés que murió en la cárcel a causa de Cristo, dijo humildemente: “Es un honor que no se les permite a los ángeles; por tanto, Dios perdone mi ingratitud”.
2) “Solo persevero por la gracia de Dios”. Cuando se te llama a sufrir, ¿te apoya tu propia virtud, o la gracia de Cristo? ¿Hablas tus palabras o las suyas cuando testificas acerca de la verdad? ¿Y cómo es que eres un sufridor y no un perseguidor? ¡Lo debes todo a Dios! Él no sería tu deudor ni aunque tuvieras mil vidas para darle. Podría haberte dejado en paz para que vivieras y murieras en tus concupiscencias. Podría haber permitido que murieras en la horca como mártir de la causa diabólica: por asesinato, violación u otro crimen horrible. O podría haber alejado de ti su gracia dejándote que te enfrentaras solo a tus perseguidores. ¿Cuánto tiempo durarías en presencia de un Nabucodonosor sin el sustento del poder de Dios? Mejor es seguir el ejemplo de Esteban, que fijó la vista en el Cielo (cf. Hch. 7:55). Si necesitas la fuerza del Espíritu Santo a fin de vivir diariamente para Cristo, ¿cuánta más falta te hará si eres llamado a morir por él?
3) “Si me atribuyo el mérito por mi sufrimiento, no puedo decir que sufra por Cristo”. Lo que un mártir hace para Dios no es el hecho de sufrir sino la actitud ante el sufrimiento. Puedes entregar tu cuerpo a la hoguera, pero si te plantas en el fuego con un corazón orgulloso, ¡mueres por ti mismo, no por Cristo! Si tu meta secreta es levantar un monumento a tu propia memoria para que la gente alabe tu fe y valor después de tu muerte, tu ofrenda no es aceptable ante Dios. El Señor no recibe ninguna ofrenda del corazón orgulloso; pero no rechazará ninguna ofrenda de la mano humilde.
El orgullo de la bendición.
Si por una parte Satanás está a la puerta de la persecución ofreciendo el consuelo del orgullo, seguramente también aparecerá en la fuente de la bendición, ofreciéndote el mismo pecado.
Cuando Dios irrumpe con manifestaciones de su amor más grandes de lo normal, el cristiano corre peligro de que su corazón se envanezca. Puesto que Dios parece prestarle una atención especial, empieza a creer que es un hijo “predilecto”.
La respuesta correcta a las bendiciones especiales de Dios debe ser la humildad y un profundo sentir de amor y gratitud. Si el corazón está algo duro y enfriado por los afanes de la vida, se debe ablandar y derretir al sol de su amor. Pero como siempre, Satanás intenta frustrar los propósitos de Dios y el orgullo es lo que más fácilmente estropea el don divino.
Verdaderamente, Dios nos deja ver la tendencia al pecado del orgullo por su corta permanencia con nosotros cuando llega con revelaciones de su amor mayores que lo normal. El Consolador mora siempre en el seno del cristiano, pero aquel gozo exuberante en el Espíritu Santo aparece y desaparece con la velocidad de una gacela. Una revelación fugaz del Cielo y una visión de amor de vez en cuando alientan el espíritu del creyente desalentado en su ascenso del monte de pruebas y deberes. Pero si el Señor le dejara construir un tabernáculo allí para morar bajo el sol constante de tal muestra de su favor, pronto se olvidaría de donde proviene, y empezaría a creerse señor de su propio consuelo.
Si el apóstol Pablo corría peligro de caer en la trampa de la arrogancia espiritual después de su corto arrebatamiento (para prevenir lo cual, Dios le dio un aguijón en la carne), ¿no crees que sería más que probable que Satanás nos atrapara también a nosotros? Por tanto, cristiano, vigila más que nunca los momentos que Dios más te mece en los brazos de su amor.
Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall