El orgullo de la virtud La segunda clase de orgullo espiritual que crece como cizaña entre el trigo y que Satanás utiliza para asaltar al cristiano es el orgullo por la virtud. Los dones nos equipan para actuar; la virtud para ser. Hablo de la medida de la gracia, o de los atributos santos, que Dios otorga al ser humano. Sabemos que todas nuestras posesiones en esta vida están sujetas a la corrupción; nada de lo que el cristiano tiene o hace escapa al gusano del orgullo. El orgullo es frecuentemente responsable de los puntos blandos de nuestras virtudes, las cuales se estropean fácilmente. Lo que conserva su pureza no es la naturaleza de nuestra virtud, sino la sal del pacto divino. Entonces, ¿de qué manera puede envanecerse un cristiano por su virtud?
Primero, dependiendo de la fuerza de dicha virtud. Confiar en la fuerza de tu propia bondad es orgullo de virtud. Así se rechaza la pobreza en espíritu que Cristo encomiaba tan a menudo (Mt. 5). Se nos llama a reconocer nuestra propia indigencia espiritual y depender de Él para cada necesidad. Pablo fue un hombre así. No se avergonzaba de que todo el mundo supiera que Cristo llevaba su bolsa: “Nuestra competencia proviene de Dios” (2 Cor. 3:5).
¿Qué le pasó a Pedro cuando se jactó de la fuerza de su propia virtud? “Entonces Pedro le dijo: Aunque todos se escandalicen, yo no” (Mr. 14:29). Se dispuso a competir con el diablo, y falló aun antes de llegar a la salida. Cristo en su misericordia dejó que Satanás pisoteara la virtud propia de Pedro para demostrarle su verdadera naturaleza y bajarle de las alturas de su orgullo.
Ora para que obtengas esta clase de misericordia si Dios te ve trepando por la escalera de tu propio éxito espiritual. Joab, cuando vio a David envanecerse por la fuerza de su reino y queriendo hacer un censo, le dijo: “¡Añada Jehová tu Dios al pueblo cien veces tanto como son; mas ¿por qué se complace en esto mi señor el rey?” (2 S. 24:3). ¿Puede un criado envanecerse al montar el caballo de su amo, o un huerto jactarse por el sol que lo ilumina? No deberíamos mejor decir por cada gota de virtud, como dijo el joven del hacha: “¡Ah, señor mío, era prestada!” (2 R. 6:5)?
Apóyate en la fuerza de tus propios atributos piadosos, y te volverás negligente en tu servicio a Cristo. Saber que eres débil evita que te alejes demasiado de Él. Cuando ves que tu propia despensa está vacía y todo lo que necesitas es suyo, acudirás a menudo a Él en busca de suministros. Pero un alma que cree poder arreglárselas sola dirá: “Tengo de sobra para mucho tiempo. Que ore el alma fluctuante; mi fe es fuerte. Que el débil acuda a Dios; yo me las apaño sola”. Qué triste es suponer que ya no necesitamos de la gracia sustentadora de Dios a cada momento.
Sobreestimar la fuerza de nuestra propia virtud no solo nos hace rehuir la ayuda de Dios, sino que también nos vuelve imprudentes y temerarios. Los que alardean de su espiritualidad probablemente se meterán en toda clase de situaciones peligrosas, jactándose de que pueden manejarlas. Piensan que están tan firmes en la verdad que todo un equipo de herejes no sería capaz de apartarlos. Irán adonde ningún cristiano debería aventurarse, escucharán lo que ningún cristiano debería oír; insistiendo siempre en que aunque otros bien podrían traicionar a Cristo en tales circunstancias, ellos nunca lo harán. Pedro demostró esta misma necia confianza la noche antes de la crucifixión del Señor, y ya sabes como terminó. Su fe habría muerto en el acto si Cristo no le hubiera rescatado con una mirada de amor.
Una confianza arrogante en la fuerza de tu propia virtud te hará crítico y despectivo hacia los hermanos creyentes que admiten su debilidad, y este es un pecado muy indecoroso. Pablo dice: “Si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre” (Gál. 6:1a). Si te preguntas por qué tú, que te consideras por encima de tal reproche, debes humillarte para ayudar a un hermano caído, he aquí una razón excelente: “Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (v. 1b).
Dios te advierte contra de la espiritualidad demasiado confiada. ¿Por qué la gente es tan desconsiderada con los pobres? Creen que eso no les pasará a ellos. ¿Qué hace que los creyentes juzguen a otros con tanta dureza? Confían demasiado en su propia virtud, creyendo que no pueden caer. Al oír acerca del pecado escandaloso de un hermano, Bernardo de Claraval dijo: “Él cayó hoy, yo puedo tropezar mañana”. ¡Ojalá que todos pudiéramos tener ese espíritu humilde!
La segunda manera de enorgullecemos de nuestra virtud es depender del valor de dicha virtud, pensando que podemos ser lo bastante buenos para Dios. La Palabra llama a la virtud inherente “justicia propia”, y la contrapone a la justicia de Cristo, que es la única “justicia de Dios” (Rom. 10:3). Cuando confiamos en nuestra propia virtud, la exaltamos por encima de la gracia de Dios. Si fuera en realidad superior, el cristiano podría decir al llegar al Cielo: “Esta es la ciudad que yo construí, y que mi virtud compró”. ¡Haría de Dios un inquilino y de su criatura el dueño! ¿Ridículo? Sin embargo, esta es la misma actitud que demostramos cuando intentamos ganar la aceptación de Dios con nuestros esfuerzos. ¡Con qué paciencia el Dios del universo soporta el orgullo de sus indignas criaturas!
Si comprendes algo de la Palabra de Dios, sabrás que Él ha dispuesto que nuestra salvación se logre de forma muy distinta al obtenerla por obras. Es por gracia, nunca por nuestra virtud. Es por la gracia divina. Cualquier virtud inherente nuestra tiene su lugar y oficio como acompañante de la salvación (Heb. 6:9), pero no la procura. Esa es la obra de Cristo, y solo suya.
Cuando Israel esperaba en el Señor en el monte Sinaí, tenía ciertos límites. Ninguno debía subir al monte para hablar con Dios, excepto Moisés. Ni siquiera habían de tocar el monte so pena de muerte. He aquí una metáfora espiritual de nuestra virtud. Todas las virtudes se nos dan para mejorar nuestro servicio a Dios, pero ninguna se yergue para desafiar a la fe como base de nuestra aceptación por parte de Dios. La fe, sin el estorbo de las obras, es la virtud que debe presentarnos a Cristo para salvación y purificación.
Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall