“Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. (Romanos 5:8)
El amor de Dios es maravilloso. Una prueba de esto es que Él creó el universo completamente perfecto, para Su gloria y para nuestro beneficio (Gén. 1:31; Sal. 19:1). Sin embargo, hay un problema, y es que el pecado entró al mundo cuando Adán y Eva cayeron en la trampa de Satanás y se rebelaron contra Dios (Gén. 3). Ya que Adán y Eva representaban a toda la humanidad, el pecado original que ellos cometieron pasó a todos los hombres (Rom. 5:12). Esto significa que el hombre es pecador desde su concepción (Sal. 51:5, 58:3).
El pecado es infracción de la Ley de Dios (1 Jn. 3:4); aún el saber hacer lo bueno y no hacerlo es pecado (Sant. 4:17). La Biblia dice que no hay nadie justo sino que todos somos pecadores (Rom. 3:10-12, 23) y como tales, estamos bajo la ira de Dios (Rom. 1:18). Nuestro pecado nos separa de Dios (Isa. 59:2) y produce muerte espiritual (Rom. 6:23; Ef. 2:1-9). Estamos en una condición desesperada, ya que al ser culpables de romper la Ley de Dios no podemos escapar la condenación por medio de nuestras buenas obras (Isa. 64:6; Gál. 2:16). Al ver nuestra condición, Dios, en Su gran amor, proveyó la única solución. Él sabía que solo un ser santo y eterno podía pagar por la culpa de toda la humanidad, y por ello envió a Su Hijo a tomar el castigo de los pecadores sobre sí mismo (1 Ped. 2:24; 2 Cor. 5:21), y aceptó la muerte sustituta de Cristo en la cruz.
Jesucristo murió y resucitó satisfaciendo la ira de Dios y proveyendo salvación para todos los que creen en Él (Hech. 4:12; Jn. 3:16-18, 36). Para recibir la salvación que Cristo provee, debes arrepentirte de todos tus pecados y aceptarle como Señor y Salvador (Rom. 10:9-11).