1. Solo ocurre en el ser humano Las criaturas inferiores poseen cierta bondad propia; pero únicamente las racionales son capaces de una santidad interior. Si entregamos la corona de la santidad, nos hacemos peores que las bestias; la rectitud diferencia a un hombre de otro delante de Dios.
Todos ellos son iguales ante Dios, hasta que se añade el elemento de la santidad. Los reyes terrenales cuentan con poder y prerrogativa para acuñar justamente cada moneda. Entonces, seguro que el Dios soberano tiene más derecho aún a decir: “El justo hace ventaja a su prójimo […]. Plata escogida es la lengua del justo; mas el entendimiento de los impíos es como nada” (Pr. 12:26; 10:20, RV 1909).
2. Da evidencias para el Cielo
“Seguid la paz […], y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb. 12:14). Antes de ser arrebatado al Cielo, Enoc anduvo en la tierra con Dios; por eso Dios lo quería en el Cielo con Él, porque el Cielo es la morada de toda justicia. ¿Esperamos llegar allí cuando no nos importa el comportamiento santo ni el ejercicio de la piedad? Lo que Dios ha escrito acerca de la santidad perdurará; Él no borrará ni cambiará su Palabra para nadie. O bien renunciamos a la esperanza del Cielo, o decidimos seguir el único camino que nos llevará allí. Vana aspiración es aquella que no dirige los sentimientos y los pies hacia el destino deseado.
3. Nos capacita para la comunión con Dios
La comunión con Dios es tan asombrosa que muchos fingen tenerla sin saber siquiera lo que es. Son como aquel que se jacta de conocer al rey sin haberlo visto. El Espíritu Santo llama mentiroso a quien dice conocer al Señor pero también mantiene la injusticia: “Si decimos que tenemos comunión con Él, y andamos en tinieblas, mentimos” (1 Jn. 1:6). La comunión estriba en la unión, y la unión en la similitud. “¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Am. 3:3). Hay una gran diferencia entre la comunión con Dios y el conocimiento de las ordenanzas. Se puede convivir a diario con las ordenanzas y ser ajeno a Dios. No todos los que andan por el palacio tratan con el príncipe.
Las ordenanzas son una especie de lonja donde los cristianos establecen acuerdos con Dios mediante su Espíritu para los tesoros celestiales; son una plenitud enriquecida de gracia y consuelo. Pero dado que el corazón incrédulo no tiene nada para negociar con Dios, el Padre no le comunica su pura gracia. Aun la persona santa bajo el poder de la tentación no puede tener comunión con Dios hasta vencer el pecado.
Salomón lo explica así: “Como fuente turbia y manantial corrompido, es el justo que cae delante del impío” (Pr. 25:26). ¡Cuánto más si el cristiano cae delante del impío y cede a la tentación, con su alma enturbiada por la inmundicia! Ninguno bebemos de un manantial turbio, aunque sea de agua potable, sino que aguardamos a que se aclare y asiente, ¿cómo podemos esperar que Dios guste de la comunión con una persona piadosa antes de que el arroyo de esta fluya claro con arrepentimiento por el pecado?
4. Proporciona paz
No digo que la paz esté fundada en nuestra santidad o justicia, sino que estas la apoyan y ayudan. “No hay paz para los malos, dijo Jehová” (Is. 48:22). Tan fácil sería obligar al mar a estar siempre quieto como aquietar el corazón incrédulo. La guerra en el corazón humano empieza con sus deseos, y parece partirlo en dos. Se rompe la paz y esto lo mantiene en tormento continuo. Pero si el espíritu de santidad viene y el “cetro de justicia” de Cristo controla suavemente la vida, la tempestad se calma cada vez más.
Pero la conducta impía de los hombres injustos se pasea por sus pensamientos como el fantasma de Juan inquietaba a Herodes. Dormidos o despiertos, están rodeados de los terrores y hedores del fuego infernal. Este desasosiego inquieta al hombre en toda situación; no puede disfrutar de los placeres más dulces, ni soportar las amargas aflicciones. Por supuesto que hay formas de adormecer la conciencia y vendar los sentimientos del corazón impío temporalmente, pero el efecto de este narcótico pronto pasa, y vuelve el horror con mayor fuerza.
Veamos un ejemplo. Un conocido borracho se sacudía las amonestaciones de los cristianos que apelaban a su conciencia tan fácilmente como Pablo se sacudió la víbora de la mano. En lugar de rendirse a Dios, se apresuraba a pecar más; fortaleciendo su mente con una pretendida esperanza de misericordia divina en Cristo. Pero con el paso de los años, enfermó; y cuando le visitaban sus compañeros, se mostraba tan contento y confiado en la misericordia divina que su falsa esperanza impulsaba a estos a entregarse más aún a sus malos deseos. Justo antes de su muerte, se despertó plenamente la conciencia culpable del viejo pecador, y el pobre ardía en las llamas de sus antiguas prácticas mundanas. Al morir clamó desesperado: “Me había preparado una protección, y pensaba que todo iba bien, ¡pero ahora no me sirve!”. Su conciencia condenada le arrancaba la esperanza de sus temblorosas manos tan pronto como estas la aplicaban.
La sangre de Cristo mismo no se adhiere a un alma impenitente que mantiene algún pecado en su corazón. Dios arrancará del altar a quienes corren al mismo pero no huyendo de su injusticia. Luego les dará muerte ante el mismo santuario en que tan osadamente habían confiado.
Conocemos el mensaje de Salomón a Adonías: “Si fuere hombre de bien, ni uno de sus cabellos caerá en tierra; mas si se hallare mal en él, morirá” (1 R. 1:52). Es inútil creer que podemos escondernos del clamor de la conciencia acusadora bajo las alas de Cristo si tenemos iniquidad en el alma. Dios no pensó nunca afirmarnos en la injusticia, sino salvarnos de ella.
5. Tiene mucha influencia en los demás
Cuando este poder de santidad obra en las vidas cristianas, afecta intensamente a los espíritus de los hombres. Tapa la boca de los impíos dispuestos a reprochar la religión y tirar el barro del pecado de un cristiano al rostro de toda profesión de fe que oyen. Se dice que las ranas dejan de croar al acercarse la luz. La luz de la vida santificada sirve de candado para los labios profanos y obliga al pecador a reconocer a Dios en el cristiano: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5:16). El poder de la santidad no solo cierra sus bocas, sino que abre sus corazones para que abracen a Cristo y su gracia.