Esta es la “piedrecita blanca [que tiene] escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe” (Ap. 2:17). Pablo tenía esa piedra blanca brillando en su conciencia más gloriosamente que todas las joyas del pectoral de Aarón: “Porque nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios […] nos hemos conducido en el mundo” (2 Cor. 1:12). A Job no le faltaba esta prueba cuando apeló a los pensamientos de Dios mientras él revolvía cada rincón de su corazón: “Tú sabes que yo no soy impío” (Job 10:7).
No dijo estar sin pecado, lo cual confesó una y otra vez, sino que sabía que no era un hipócrita de corazón podrido. El Señor permitió que Job fuera investigado y llevado a juicio para taparle la boca a Satanás y avergonzarle por traer cargos de delito espiritual contra uno de los elegidos de Dios.
Es verdad que Pablo y Job eran cristianos del rango mayor; pero el cristiano más débil de la familia de Dios tiene el mismo testimonio interior que ellos: “El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo” (1 Jn. 5:10). Cristo y el Espíritu Santo moran en tu corazón tanto como en el creyente más santo de la tierra. La misma sangre de Jesús y el agua de la Palabra te lavan. Estas testificarán acerca de tu virtud e integridad igual que en el caso de Job y de Pablo. Pero en el tribunal, los testigos deben esperar a testificar hasta que los llama el juez al estrado. Puedes estar seguro de que Dios llamará al testigo adecuado en su momento. Pero ahora, examinemos tres maneras de descubrir las pruebas de un corazón fiel.
Anhela una mayor gracia
A medida que un niño crece, su cutis se hace más fino; y así es con la virtud. Algunos niños nacen con eczema en la cara. Aunque esto esconda la hermosura del rostro por un tiempo, luego desaparecerá. Así el razonamiento espiritual del cristiano madura a medida que crece todo el cuerpo de la gracia: una madurez que lo capacita para reflexionar sobre sus actos y juzgar las objeciones de Satanás a su integridad. Si no quieres considerar todo el espectro variable de integridad o hipocresía diariamente, no sigas como un bebé en la gracia, sino crece en la estatura de Cristo. Allí estarás por encima de muchos de tus temores y por la misma luz que revela el crecimiento de la virtud verás la verdad de su presencia.
Al alba es difícil saber si la luz es del día o de las estrellas; pero cuando ves aumentar esa luz, sabes que ha amanecido. Los brazos del niño de un retrato no se harán más fuertes por colgar allí durante años. Tu amor, humildad, esperanza y tristeza que es según Dios aumentan cada vez más, ¿Y sigues aún cuestionando la posesión de la verdadera virtud? El hecho de no reconocer tu virtud es tan asombroso como que los judíos no reconocieran a Jesús cuando hizo ver al ciego.
b) Acepta cualquier llamamiento de Dios
En ciertas temporadas Dios da oportunidad al hombre para conocer su propio corazón mejor que en otros momentos de la vida. Estas oportunidades vienen envueltas en las ocasiones cuando Dios nos llama a negarnos a nosotros mismos por Él. Si estamos dispuestos a obedecer, aprenderemos mucho acerca de nuestros corazones, porque en la abnegación la gracia se manifiesta con gloria como el sol en un día sin nubes. Además, Dios opta por demostrar las pruebas de su gracia en el cristiano dispuesto a andar en ella donde y cuando sea.
El amo encomia a su siervo con ternura después de que haya obedecido con diligencia sin importarle la dificultad de la orden: “Bien, siervo bueno y fiel” (Mt. 25:21). La llamada de Dios a la abnegación puede significar abandonar asociaciones comerciales, aficiones, casa o tierras; todo esto y más, hasta amigos y familiares. Amigo, no enfermes a causa de la providencia que llega a tu puerta. Si vieras todo el propósito de Dios en ella, la invitarías a pasar como Abraham recibió a los tres ángeles con quienes comió generosamente en su tienda.
Dios te ha enviado este llamamiento a la abnegación para que veas tu propia integridad, y para presentarte su gracia que por tanto tiempo has anhelado ver en ti mismo. Esta providencia te trae un carruaje como los que José envió a buscar al anciano Jacob, para llevarte al encuentro de esa virtud viva que tanto tiempo lloraste dándola por muerta.
¿Te emociona pensar en recibir esta seguridad a pesar de la lucha que Dios te depare en el camino? Cuando el Padre mandó a Abraham sacrificar a su hijo, el patriarca dio algunos pasos dolorosos pero rectos obedeciendo. Dios no ve esta clase de abnegación sin honrarla: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (Gn. 22:12). Por supuesto ”ue Dios lo sabía desde siempre, pero lo dijo para que Abraham conociera su propia integridad de la boca del propio Dios.
Tal vez Dios te pida renunciar a tu formación, tus ambiciones o tus amigos más valorados para comprender una verdad o ejecutar una acción, simplemente porque la Palabra te lo manda. Si puedes hacerlo sin hundirte en el orgullo, aunque fuera opuesto a todo vestigio de aprobación por parte de la naturaleza humana, es un acto de profunda abnegación. Tal vez se espere de ti que abandones todo lo que te es familiar y recorras solo el camino; quizá aprendas a amar tanto la paz que estés dispuesto a pagar cualquier precio, excepto el pecado, para conseguirla. Si tu obediencia te lleva a esta clase de abnegación, tienes más razones para esperar que Dios aporte pruebas de tu integridad.
También puede ser que Dios quiera que niegues tu propia ira y venganza; aunque quizá escoja una vía inusitada para probar duramente tu orgullo. Por ejemplo, si maniata a tu enemigo y lo pone bajo tu mano, tu primer impulso tal vez sea invitar tanto a cristianos como a pecadores para que vean lo que ocurre cuando Dios decide enviar juicio al que lo merece. Sin duda, en ese mismo instante la tentación respaldará tu confianza susurrando, en nombre de Dios: “He aquí el día de que te dijo Je- hová: He aquí que entrego a tu enemigo en tu mano, y harás con él como te pareciere” (1 S. 24:4).
Si soportas esta tentación y vences tu deseo de venganza, pagando bien por mal a tu enemigo, escaparás del orgullo y saldrás como humilde vencedor. Consagrarás el memorial de esta victoria a la alabanza del nombre de Dios y no del tuyo. David no guardó la espada de Goliat en casa como trofeo de su hazaña, sino que la puso en el Tabernáculo, “detrás del efod”, para memorial del acto de Dios por su mano (cf. 1 S. 21:9).
Si puedes aprender humildemente esta abnegación, te graduarás con honores, aunque siempre como alumno, en la gracia de Dios. La fama de David resuena más claramente por la victoria ganada en aquella oscura cueva que por el triunfo sobre los enemigos muertos en campo abierto. Con las batallas cruentas ganó “nombre grande, como el nombre de los grandes que hay en la tierra” (2 S. 7:9), pero por la abnegación de perdonarle la vida a Saúl obtuvo un lugar honroso en la Palabra.
Dios encomió la abnegación de David con la medalla más espectacular que haya recibido militar alguno: por boca de su enemigo. Saúl no pudo retener la verdad de Dios sino que proclamó su propia vergüenza y justificó a David: “Más justo eres tú que yo, que me has pagado con bien, habiéndote yo pagado con mal” (1 S. 24:17).
c) Espera siempre en Dios y sus mandamientos
Aun cuando vislumbres tu integridad, el Espíritu Santo ha de seguir siendo tu amigo, o podrías sentarte como Agar al lado del pozo y no encontrarlo nunca. Podrías buscar en todo el campo sin encontrar el tesoro escondido. La única forma de “que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (1 Co. 2:12) es por medio del Espíritu Santo. Este reside en los mandamientos de Dios como el gobernador que trabaja en su despacho; y hay que acudir a él si qu”remos ver sellada la verdad de nuestras virtudes (evidencias para el Cielo) en nuestras conciencias.
Acude al Espíritu Santo y espera. El hecho de llamar a la puerta adecuada es en sí un consuelo. Aun si llamas durante mucho tiempo sin recibir nada, no debes avergonzarte. Los siervos de Eglón esperaron a un hombre muerto (cf. Jue. 3:25), pero tú esperas al Dios vivo, que oye desde el Cielo todas las veces que llamas desde la tierra. Es un Dios de amor que oye tus oraciones y ve tus lágrimas. Y hasta si parece un extraño, como José lo parecía a sus hermanos, es tan grande en misericordia que pronto te abrazará y solazará su corazón al reconocerte y aceptarte, así como su gracia en ti.
Alza tu rostro entonces, pero recuerda que no puedes marcarle el horario al Todopoderoso. El sol sale a su hora, aunque quieras decidirla tú. A veces Dios te llega en un mandamiento y su luz celestial irradia tu ser interior mientras aviva su Palabra en ti. ¿Pero nunca has pasado noches postrado, luchando con Dios, y preguntándote por qué no satisfacía tu alma? Cuando se enciende la luz en una habitación oscura nos apresuramos a buscar el objeto perdido y pronto encontramos lo que llevábamos horas buscando a tientas. Podemos medir nuestra condición espiritual mejor en un momento de revelación divina que con días o semanas sin ella.
Vigila con cuidado los momentos cuando Dios llega a ti; aprovéchalos. Pero aun si Dios opta por esconder el tesoro de tu vista, consuélate. Sabe que tu integridad es real, la veas o no. Di con David: “Cuando mi espíritu se angustiaba dentro de mí, tú conociste mi senda” (Sal. 142:3). Dios actuará soberanamente para tu bien, no según las falsas acusaciones, sino según el testimonio que su ojo omnisciente da de tu virtud.
Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall