El creyente recuerda que no llega al final del viaje hasta alcanzar el Cielo. Esto lo mantiene apoyado en Dios, agradecido por todo pequeño favor pero no con aire satisfecho por las grandes medidas de gracia. David dijo: “Estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza” (Sal. 17:15). Había disfrutado muchas horas de dulce comunión en la casa de Dios, y el Espíritu Santo le había regalado con platos de la mesa del banquete divino llenos de íntimo consuelo, platos desconocidos para el mundo. Pero David sabía que nunca se saciaría hasta que en el Cielo recibiera su porción completa. Cuando los gallos probaron por”primera vez los vinos de Italia, les impresionó tanto su dulzura que no solo desearon comerciar para obtener dichos vinos, sino que decidieron conquistar toda la tierra que daba esas uvas. Así al cristiano íntegro no le basta con recibir muestras de gracia y consuelo celestial en ocasiones especiales, negociando a distancia con Dios, sino que medita la manera de apropiarse de aquel lugar santo y bendito que es la fuente de esta riqueza, y anhela beber el vino del Reino en el Reino.
Esta clase de meditación levanta el alma acercándola cada vez más al Cielo. El que apunta al Cielo dispara más alto que aquel otro que solo pone la mirada en un árbol. Pablo dijo al respecto: “Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:14). Otros admiraban los logros espirituales del apóstol y se habrían contento con ellos; pero Pablo quedaría muy insatisfecho de no haber escalado las alturas de la gracia divina. Admitía que no había alcanzado la meta de su carrera. El premio no se recibe a la mitad de la competición, sino al final de esta, y Pablo corría a toda velocidad para acabarla.
Solo el hipócrita se estafa a sí mismo con las cosas de Dios. Quiere únicamente lo suficiente para hablar de religión entre los religiosos; de otra forma, lo deja estar. Escoge bastantes buenas obras y asistencia a los cultos para hacerse ver y respetar, evitando los pecados socialmente inaceptables; pero no se molesta en proseguir hacia una comunión más profunda con el Dios Santo. Es como un comerciante irresponsable, a quien no le importan mucho los beneficios, sino que se contenta con mantener abierta la tienda y cons”rvarse fuera de la cárcel, aunque tenga mil asuntos comprometedores.
Lector, has visto el interior del corazón íntegro; y después de examinarte a la luz de estas características, tu conciencia informará de una de tres maneras: o bien te condenará por hipócrita; o confirmará tu integridad; o te dejará en la ignorancia y la duda porque no te atreves a aceptar tu integridad.
Instrucciones para los hipócritas:
Algunos habéis examinado vuestras conciencias y descubierto la condenación de la hipocresía. La evidencia es tan clara y contundente que tu conciencia no puede anular el veredicto: “Si estas son las pautas de la integridad, tú eres hipócrita”. Entonces te doy un consejo que te llevará de la esclavitud a la libertad.
Reconoce la naturaleza mortal de tu hipocresía
No habrá cura hasta que hayas diagnosticado la deplorable enfermedad de la hipocresía. Un paciente dormido no puede tragar la medicina; y la naturaleza de su mal adormece el alma y vuelve la conciencia insensible por la imagen halagadora de la hipocresía. El hipócrita cumple con las formalidades religiosas que brotan en su engañado corazón como vapores placenteros que van desde el estómago hasta la cabeza, paralizando sus sentidos espirituales en una especie de atontamiento. Esas fantasías lo entretienen con vanas esperanzas y gozos falsos que se desvanecerán en cuanto vuelva en sí.
Los soberbios fariseos —los hipócritas más famosos de su época— estaban tan dormidos en su confianza carnal que no temían ensalzarse ante el Dios Santo: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres […], ni aun como este publicano”. (Lc. 18:11). Así que cuando Cristo trataba con esa generación soberbia, su normalmente apacible voz sonaría como un trueno. Cayeron sobre ellos tormentas terribles de juicio de la boca del dulce Salvador: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!” (Lc. 11:44). ¿Pero cuántos fariseos se despertaron y se convirtieron por el sermón de Jesús? Unos pocos —de forma que no pronunciamos incurable la enfermedad—; pero muy pocos: por lo cual temblamos ante la idea de contagiarnos.
Pedro aprendió del Maestro cómo tratar al hipócrita. Cuando habló con Simón el Mago —enfermo avanzado de este mal—, sus palabras profirieron juicio cortante: “No tienes tú parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios” (Hch. 8:21). El Padre le había dado a Pedro un discernimiento de espíritus extraordinario para saber que el corazón falso de aquel hombre estaba sumido en “hiel de amargura y en prisión de maldad” (v. 24). Lo único que lo hacía mejor que las almas condenadas en el Infierno era que ellas estaban en el fuego y él, como un hato de leña atado y listo para quemar, no había llegado aún allí. Ellas estaban desahuciadas pero él aún tenía la oportunidad de arrepentirse.
Otro ejemplo de esta enfermedad e¡”irit’al maligna es la iglesia en Laodicea. El Espíritu de Dios la reprendió con fuerza y no dijo nada bueno de aquella congregación, por tanto como la había envanecido la levadura de la hipocresía. Todo lo que dé sueño es mortal para el perezoso; todo lo tranquilizante es igual de malo para el hipócrita. Algunos dicen que la mejor cura para el letargo es convertirlo en fiebre. La mejor forma de tratar al hipócrita es sacudirle su falsa paz y sumirle en auténtica miseria
Empieza, pues, por aquí: reconociendo el peso de tu pecado y haciendo que tu alma clame por ello. Cuando el sacerdote del Antiguo Testamento declaraba leproso a alguno, este debía rasgar su ropa, descubrirse la cabeza y embozado (ceremonia de todos los enlutados) clamar: “¡Inmundo! ¡inmundo!” (Lv. 13:45). Tú también debes clamar por esta plaga del corazón, porque no eres digno de acercarte a Dios ni a su familia en tu estado actual.
Si tu cuerpo tuviera una enfermedad tan repugnante que infectara el lugar donde te sientas, tu comida y tu copa, todos huirían de ti y te dejarían solo con tu dolor. Esto es lo que la hipocresía te ha hecho espiritualmente. Es una plaga más ofensiva para Dios que cualquier enfermedad contagiosa que hiciera a la gente cruzar la calle para evitarte. Supura como una llaga inmunda, calando toda venda de buena obra que la tape.
Aunque pudieras esconder la hipocresía disfrutando de una reputación de santidad hasta la muerte, ¿te consolaría en el Infierno el saber que tus amigos siguieran alabando tu memoria en la tierra? Alguien lo expresó así: “¡Pobre Aristóteles! ¡Te alaban donde no estás, y te queman donde estás!”. Poco consuelo será para aquel gran filósofo pagano ser admirado por eruditos que hayan exaltado su reputación en todas las épocas, si de hecho su intelecto junto con su cuerpo vive en la agonía del castigo eterno. Hipócrita, ¿vale la pena contarte entre los cristianos en la tierra, justo antes de ser atormentado entre demonios en el Infierno?
2. Date cuenta de que no puedes curar tu propia hipocresía
La hipocresía es como una fístula. Parece poca cosa en la superficie, pero es una de las heridas más difíciles de curar por no poderse encontrar su fondo. Tu voluntad tal vez promete nunca mentir ni volver a engañar más; pero es fácil dejarte embaucar por tus propias intenciones: “El que confía en su propio corazón es necio” (Pr. 28:26).
Muchos mueren por no querer pagar a un buen médico a tiempo. Cuidado con las resoluciones y la auto reforma. Solo Dios es capaz de curar el pecado. Si experimentas con tu corazón en lugar de buscar la ayuda del Cielo, puedes remendar una iniquidad abriendo dos pecados peores.
3. Lleva tu hipocresía a Cristo:
Su destreza y fidelidad te podrán curar. Si tienes que morir, muere a las puertas del Señor. Pero para tu consuelo debes saber que nadie se ha caído nunca de su mano sanadora; y ningún caso es demasiado difícil para él. Culpó a los hipócritas que estaban dispuestos a confiar en cualquier charlatán que ministrara en su propio nombre sin la autoridad divina, pero que no confesaban a Aquel que había venido en el nombre del Padre. Quien culpó a los hipócritas por no acudir a Él, no puede airarse contigo si acudes. Él te está llamando.
Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall