Un aviso para el cristiano ignorante.
Hermano ignorante, que esto te levante de tu pereza: ¡Toda alma ignorante es esclava voluntaria de Satanás!
¿Eres joven? Busca pronto a Dios, mientras tus talentos están frescos y tu memoria es fuerte. Aquellos deseos que han llevado a millones a la perdición están listos para llevarte a ti también. ¡Qué fácil se lo pones cuando te niegas a abrir los ojos de tu entendimiento y a fortalecerte con el conocimiento de Dios! Tal vez pienses levantarte del sueño de tu ignorancia en la hora undécima, que te parece estar a muchos años vista. ¡Qué desatino! Tú no ves las manecillas del reloj divino; por tanto, no sabes cuánto tiempo estarás en el mundo. Si mueres ignorante en cuanto a Dios y su ley, ¿qué será de ti? No es un porvenir placentero. Las ramas y los troncos —de pecadores jóvenes y pecadores viejos y resecos— se reunirán y arderán juntos.
¿Eres viejo y sigues ignorante? Tal vez oigas que la naturaleza toca la campana de las horas. Sabes que pronto llegarás al final del camino que lleva a la eternidad, pero no puedes ver lo que hay más allá. Mientras menos tiempo te quede, más diligencia deberías emplear para adquirir conocimiento. Aunque conocer la verdad del evangelio no es garantía de salvación, la ignorancia total sí que lo es de condenación.
¿Eres pobre e ignorante? Tu pecado no es la pobreza, sino tu ignorancia del verdadero tesoro. “Mejor es un muchacho pobre y sabio, que el rey viejo y necio que no admite consejos (Ec. 4:13). Si los príncipes del mundo pudieran ver el final desde el principio, rogarían poder cambiar sus ropas de armiño por los harapos de los santos. Cristiano, en el Cielo se están fabricando tus nuevas vestiduras, pero ellos se quedarán vergonzosamente desnudos. En aquel gran día ya no lamentarás haber sido pobre en la tierra; sin embargo, ellos se verán atormentados por el recuerdo de que habiendo sido tan ricos y grandes en este mundo han llegado a ser pobres mendigos en el otro.
¿Eres rico e ignorante? Deja tus campos y trabaja por el conocimiento del Altísimo. Salomón tenía más riquezas mundanas que la mayoría de los mortales jamás verá, pero lo encontramos orando siempre, clamando a Dios por sabiduría (2 Cr. 1:10). Muchos ricos se consideran privilegiados y exentos de aceptar humildemente el ofrecimiento de la misericordia de Dios, como si Él estuviera obligado a salvarlos por ser ricos. Se encuentra mucho ateísmo e ignorancia en aquellos a quienes el mundo aplaude por sus tierras y riquezas, que tienen siempre mucho dinero a mano y esperan comprar una parcela en el Reino de Dios. Pero el dinero no es moneda de cambio en el Cielo. El cristiano más pobre puede enseñarles acerca de los planes divinos, si quieren escuchar. Si el Cielo se comprara con casas y tierras, los discípulos pobres de Jesús no podrían entrar en el mismo. Alabado sea Dios que el Cielo se gana, no con oro ni plata, sino con el conocimiento que lleva al arrepentimiento: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3). 1) Reconoce tu ignorancia. Algunos son ciegos, como la iglesia en Laodicea, y no lo saben (Ap. 3:17). La ignorancia es una catarata en el ojo espiritual, pero el orgullo impide que esta clase de personas busque al médico. A menudo el individuo se considera demasiado bueno para aprender de otro, y demasiado malo para ser enseñado por Dios. Escucha esta advertencia si eres así: Dios no aceptará ninguna de las dos excusas para aferrarte a la ignorancia cuando aparezcas ante Él.
Cristo manda invitaciones personales a todos para que vengan y aprendan a sus pies. Pero la puerta de entrada a su escuela es baja; hay que agachar el orgullo para entrar. El Maestro mismo es humilde y manso, ¿cómo enseñaría a un alumno soberbio? Por tanto, hazte primeramente necio a tus propios ojos. Cuando agaches la cabeza avergonzado por tu impiedad personal, estarás listo para entrar en la escuela de Cristo.
2) Sé fiel con tu conocimiento. Tal vez tienes poca luz para que esta te lleve a la verdad. De ser así, síguela de cerca. Cuando hace sombra sobre cualquier cosa —por pequeña que sea— convenciéndote de que es pecado, huye enseguida. O si tu luz te lleva a actuar por el Señor, síguela de corazón. ¿Cómo vas a crecer en el sano conocimiento de la verdad, si no lo ejerces regularmente?
Una palabra de precaución: Utiliza tus conocimientos debidamente. Dios no bendecirá a aquel que emplee el conocimiento como excusa para pecar, ni aumentará tu conocimiento si lo encierras dentro de tu conciencia por temor a reconocerle ante los hombres. La luz de la verdad en el corazón humano es como la llama de una vela: necesita aire para arder. Si lo escondes por mucho tiempo, el poco conocimiento que tengas te abandonará. Aprende de lo que se dice acerca de los paganos que “detienen con injusticia la verdad [...] y su necio corazón fue entenebrecido” (Rom. 1:18,21)
3) Ora para tener un mayor conocimiento. Dios es el tesoro de todo conocimiento y sabiduría. Para sobresalir en la escuela de la divinidad, debes estudiar de rodillas. Esta es la manera de ponerte bajo la tutela de Dios. Puedes asistir a conferencias o estudiar en las grandes universidades del mundo para conocer la Palabra, pero la sabiduría para aplicar sus conceptos solo proviene de Dios. Si quieres ser sabio, ¡ora, ora y ora! La santa conversación con el Señor confiere un conocimiento santificado.
No temas orar con valor. Dios da sabiduría a todo aquel que la pide, y en porciones generosas. Nunca te avergüences de acudir al Señor en tu ignorancia: Él no es como esos maestros crueles e insensibles que parecen deleitarse burlándose de la ignorancia de sus estudiantes. Él es un buen maestro y tu deseo de aprender le complace. Aunque no todos alcanzan el mismo nivel de comprensión en esta vida, todos los que acuden con corazón sincero y abierto serán instruidos y preparados para el Reino de los cielos. Tenemos esta promesa en los Salmos: “Me has guiado según tu consejo, y después me recibirás en gloria” (Sal. 73:24).
4) Estudia con regularidad. Dedica un tiempo regular para buscar la verdad que, como el oro, está en las profundidades. Cuando Dios expulsó a Adán del Paraíso, lo sentenció a una vida de trabajo y sudor. Desde entonces, el hombre no puede hacer nada sin esfuerzo (menos el pecado, que desgraciadamente le es natural). No esperes que el Espíritu Santo te transforme milagrosamente de un pecador ignorante en un cristiano erudito, a no ser que estés dispuesto a estudiar hasta tarde. En el Evangelio según Juan, se nos manda: “Escudriñad las Escrituras” (Jn. 5:39). “Escudriñar” implica una indagación esmerada, no una mera curiosidad. Si quieres conocimiento, tienes que estar dispuesto a hacer un esfuerzo añadido.
Y si algo cuesta tanto esfuerzo, ¿lo tiraremos descuidadamente una vez que lo hayamos obtenido? Así demostraríamos nuestra crasa ignorancia de su verdadero valor. Si leemos la Palabra y hasta la memorizamos, sin mostrar la disposición de utilizarla para nuestro bien o el de los demás, sufriremos graves consecuencias. El conocimiento intelectual —como Raquel— es hermoso pero estéril. Un enfermo puede aprender todo acerca de su enfermedad, aun el remedio para la misma. Pero a no ser que aplique sus conocimientos y la cura, morirá igual que si permaneciera ignorante. El hombre cuya alma está enferma de muerte, puede estudiar la Palabra y a todos los grandes teólogos del mundo; pero si su fe no toma la sangre preciosa de Cristo como remedio para su propia condición mortal, morirá en sus pecados.
Tal vez habrás adivinado que la búsqueda de la verdad debe empezar por el conocimiento y dar paso a la sabiduría. La Palabra de Dios es lámpara para nuestros pies (no para la lengua o la mera conversación): para iluminar el camino. Adquirir conocimientos es tarea tuya; pero abrir tu corazón al entendimiento es obra del Espíritu Santo. Ahora bien, debes pedirle sabiduría y creer que Él te la dará. Dios les ha prometido la sabiduría a aquellos que piden “con fe, no dudando nada” (Stg. 1:6). Busca la sabiduría, no para que los demás te respeten y admiren, sino para que celebren la grandeza de Dios. El fin de todo esfuerzo humano debe ser magnificar el nombre del Señor. Acude a Dios con la oración de David en tus labios: “Hazme entender el camino de tus mandamientos, y hablaré de tus maravillas” (Sal. 119:27, RV 1909).
No te rindas cuando las lecciones sean largas y difíciles de comprender. La Palabra nos da una promesa: “Y conoceremos, y proseguiremos en conocer a Jehová” (Os. 6:3). Los misterios de Cristo no se aprenden en un día. Son demasiados los que leen un capítulo o dos de la Biblia y luego la dejan durante semanas por falta de interés para no volver a mirarla. Bernardo de Claraval comparó el estudio de la Palabra y su mera lectura con una amistad íntima y un conocimiento casual. Si quieres conocer realmente —según dice Bernardo—, tendrás que hacer algo más que saludar cortésmente a la Palabra los domingos o hacerle una reverencia cuando la veas por la calle. Has de andar y hablar con ella todos los días de la semana. Debes invitarla a entrar en tus aposentos privados, y abandonar otros placeres y deberes mundanos para pasar tiempo en su compañía.
5) Atiende al ministerio de la Palabra. El apóstol previno a los cristianos hebreos contra el abandonar la asistencia a los cultos (Heb. 10:25). Si dices que quieres conocer la verdad de Dios, pero dejas de asistir a la predicación de la Palabra, eres tan insincero como el hombre que dice desear ver la puesta de sol pero no se molesta en mirar al horizonte.
La Palabra de Dios está llena de cosas buenas para tu alma. El Señor quiere que las tengas todas, así que asegúrate de ser un alumno despierto y atento. Trata de imitar a Lidia, que escuchaba atenta “lo que Pablo decía” (Hch. 16:14). Cuando asistes al culto, intenta concentrar tu mente distraída, y fíjate en el sermón. Sobre todo, asegúrate de que tu corazón se consuma de amor por Dios, y que tu voluntad se someta a sus deseos. La mente ejecuta los mandatos de la voluntad: dedicamos nuestros pensamientos a las propuestas de nuestro corazón.
Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall