Cómo sí debes luchar Ahora que conoces algunos errores en la lucha, estas directrices te servirán para librar el combate.
Que Dios sea tu ayudador
Esto es, busca a Dios en oración para que te respalde. Él tiene un convenio ofensivo y defensivo contigo, pero espera a que lo llames. Si vas a la batalla sin Él, es que crees tener más valor que Moisés, que no se movía sin Dios aunque este mandara a un ángel como lugarteniente (Ex. 33). O te consideras más sabio que Jacob, quien para ganar a Esaú, huyó de él y se arrojó sobre Dios. Sabía que si podía luchar con Dios, también podría confiar en Él para tratar con su hermano. Asegúrate con el Señor, y la puerta de atrás se cerrará: ningún enemigo se te acercará por la retaguardia, sino que caerá a tus pies. David dijo: “Entorpece ahora, oh Jehová, el consejo de Ahitofel” (2 S. 15:31). El Cielo dijo “amén” a su oración, y el enemigo de David se ahorcó.
2. Práctica constante
Tu lucha contra el pecado y Satanás no es un deporte de fin de semana; es la batalla final. No te atrevas a dar a tu enemigo ninguna ventaja. Los luchadores intentan asir alguna parte del cuerpo que les permita tirar más fácilmente de su contrincante. Para evitarlo, los atletas antiguos se engrasaban el cuerpo antes del combate. Tú debes hacer lo mismo. Esfuérzate para despojarte del viejo hombre: aquella corrupción que David llamaba “mi maldad” (Sal. 18:23). Obsérvalo y mortifícalo diariamente; es un agarradero favorito de Satanás. Este huirá ignominiosamente cuando no encuentre maldad en ti para asirse y no pueda tocar en ti lo que es santo.
¿Has mortificado la carne? Unge entonces tu alma con la meditación frecuente en el amor de Cristo. Te ayudará a despreciar el ofrecimiento del pecado y, como el óleo, hará a tu espíritu más flexible y tu voluntad más ágil para esquivar al enemigo. Satanás encuentra poca acogida allí donde mora el amor de Cristo. El amor enciende el amor, y su llama será como un muro de fuego para alejar al diablo.
3. Utiliza tu ventaja sabiamente
Si eres un luchador avispado, te lanzarás con todo el peso sobre el enemigo una vez que esté en el suelo. Aunque en la mayoría de deportes el árbitro declararía falta el que pegaras a un contrincante derrotado, no sucede así en la lucha libre. El objeto es poner al contrincante sobre su espalda y mantenerlo así. No permitas que el pecado respire ni se levante. No repitas el pecado de Acab, soltando al enemigo cuando Dios ha decretado su destrucción.
Aprende de la sagacidad de los secuaces de Satanás: aunque Cristo estaba de espaldas en el suelo, ellos tomaron sus precauciones. Nunca pensaron que lo tenían seguro, ni aun muerto. Sellaron la tumba y la vigilaron. Tú debes hacer lo mismo para impedir la resurrección de tu pecado: sellarlo con propósito más firme y con pactos solemnes, y vigilarlo mediante un andar circunspecto y despierto.
4. Una palabra de ánimo para los luchadores
Tal vez estés desalentado, no solo por la fuerza del enemigo, sino por tu evidente debilidad y la lucha constante contra el pecado y el yo. ¡Ánimo! Hay un fuerte consuelo para el creyente que lucha junto a la verdad de la gracia divina en su propio conflicto contra el pecado. Gedeón exclamó desesperado: “Si Jehová está con nosotros, ¿por qué nos ha sobrevenido todo esto?” (Jue. 6:13). Comprendemos su perplejidad porque nos identificamos con su sufrimiento. Nuestro corazón también exclama: “¿Por qué encuentro esta lucha en mí, que me provoca al pecado y me retrae de lo bueno?”.
Dios tiene una respuesta preparada si dejamos de gemir para oírla. Él nos dice: “Eres un luchador, no un vencedor”. Así de sencillo. A menudo equivocamos el estado del cristiano en esta vida: porque no estamos llamados al triunfo inmediato sobre nuestros enemigos, sino a batallar contra ellos. El estado de gracia es el comienzo de la guerra contra el pecado, no su culminación. Dios mismo entrará en la batalla disfrazado de enemigo, en lugar de dejarte sin oponente. Cuando Jacob estaba solo, Dios envió un mensajero para luchar contra él hasta el alba.
Confórtate con la idea de que eres un luchador. Esta batalla interior, si se libra con el objetivo y en el terreno adecuado, solo prueba la existencia de dos naciones dentro de ti: dos naturalezas contrarias; una terrenal y la otra celestial. Y para mayor consuelo, sabes que aunque tu naturaleza carnal sea la más vieja, servirá a la más joven (Gn. 25:23).
Arropa tu alma cansada en esta promesa: hay un reposo para el pueblo de Dios. No estás golpeando al aire, sino que luchas para ganar el Cielo y una corona permanente. En la tierra, vencemos para volver a luchar. Vencemos una tentación, pero la guerra sigue, y cuando llega la muerte, Dios da el golpe final. Sabemos que la paz es dulce después de la guerra; el placer después del dolor. ¿Pero qué lengua expresará el gozo que llenará al creyente cuando vea a Dios y su hogar eterno por primera vez? Si conociéramos más del futuro glorioso, nos preocuparíamos menos por el conflicto presente.
Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall